Sobre la reoccidentalización de la Cuba castrista

Asistimos estos días a la velada de vino y rosas de la Administración Obama presentando dos acuerdos históricos para la diplomacia y su modernidad líquida, uno con Irán, basado en el cumplimiento del Plan Integral de Acción Conjunta, en el que Irán se compromete a no construir nuevos reactores de agua pesada durante al menos 15 años; y otro con Cuba, por el cual ambos países retoman relaciones diplomáticas (rotas desde enero de 1961) y se comprometen a la colaboración de EEUU para que Cuba reforme el marco normativo para empoderar al pueblo cubano con mayor eficacia.

Reparemos en el asunto cubano. El acuerdo comprende el permiso para aumentar la cantidad de dinero enviada por los estadounidenses a Cuba como remesas, de 500 a 2000 dólares trimestrales; el favorecimiento de la ampliación de los permisos generales de viaje a Cuba; la autorización de expansión de ventas y exportaciones comerciales de ciertos bienes y servicios desde los Estados Unidos; el permiso para que las instituciones de EE. UU. abran cuentas corresponsales en instituciones financieras cubanas para facilitar el procesamiento de transacciones autorizadas; la autorización para que los viajeros a Cuba usen tarjetas de crédito y débito de EE. UU.; la conformidad para que los proveedores de telecomunicaciones establezcan los mecanismos necesarios en Cuba, incluida la infraestructura, para proporcionar telecomunicaciones comerciales y servicios de internet; el inicio del proceso de revisión de la designación de Cuba, registrado desde 1982, como estado patrocinador del terrorismo; y el permiso a las embarcaciones extranjeras a que entren a los Estados Unidos después de participar en cierto comercio humanitario con Cuba, entre otras medidas.

Todos estos compromisos, promulgadores del respeto a los derechos humanos y con los que todo demócrata debe estar alineado, se iniciaron con un tímido acercamiento de Estados Unidos a Cuba en el año 2013, durante los primeros meses del segundo mandato de Obama. Por aquel entonces se le planteó al Gobierno de Raúl Castro una invitación al diálogo entre ambos países, siempre y cuando la Habana liberara al contratista estadounidense Alan Gross, detenido y encarcelado por las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado cubano, acusado de espionaje.

Obama, que parece seguir a rajatabla la lección que nos enseña Birgitte Nyborg en la serie Borgen, de “lo perdido dentro debe ganarse fuera”, planeó con su Secretario de Estado John Kerry, una agenda para su segundo mandato en la que se debía incluir la apertura de conversaciones con viejos enemigos de Estados Unidos. La Cuba post Fidel parecía la candidata perfecta.
Se ideó el plan y se creó una lista de actores intervinientes. Por el lado americano estarían Kerry como supervisor, Ben Rhodes en funciones de asesor adjunto de Seguridad Nacional de Obama y Ricardo Zúñiga como asesor para América Latina. Por parte cubana, el canciller cubano Bruno Rodríguez sería el interlocutor con los americanos.

Se hacía necesaria un organismo imparcial, que a modo de árbitro compense la balanza si en algún momento la cuerda corre peligro de romperse. ¿Y a quién buscar? ¿Quién podría gozar de autoridad moral y sabiduría política para esmerilar a los dos vasos comunicantes? ¿Acaso sería España, otrora “imperio donde no se ponía el sol” y soberano de la isla caribeña durante casi 400 años (desde 1511 hasta 1898)? No. Kerry pidió ayuda al Vaticano. De todos es sabido que el báculo papal goza aún de Auctoritas entre la sociedad y dirigentes cubanos, y que la lucha por el aperturismo de la isla había sido el tema principal a tratar en las visitas de Juan Pablo II en enero de 1998 y de Benedicto XVI en marzo de 2012.

Como sacado de un manual de negociación, las charlas entre los tres tenían lugar en las ciudades canadienses de Ottawa y Toronto, y en el la ciudad de la Santa Sede. Siempre se debe jugar en campo neutral. Reuniones, cartas del Papa a ambos dirigentes, confianza y voluntad por llegar a un acuerdo, fueron la antesala de una conversación telefónica entre Obama y Raúl Castro que rubricó el esfuerzo y trabajo de despacho.

Esta historia así contada, tiene un final feliz en boca pero tras pasar por el paladar queda un regusto amargo al ver el pusilánime papel de España en el contexto internacional. No es melancolía por un tiempo ya pasado sino impotencia por la pérdida de prestigio político internacional. Nuestro país es el exnovio que se entera de la fiesta por las redes sociales cuando sus amigos cuelgan las fotos porque no le han invitado. No ha habido país más interesado por el devenir de los cubanos que España, más afectado por la emancipación de aquella tierra que aún sigue apelando a nuestra península como la madre patria, ni nación más implicada en ayudar a los disidentes y alentar el cambio de modelo comunista por uno más abierto y liberal.
Indecisos e insignificantes, hoy estamos más pendientes de nuestros achaques internos de nación vieja, que de liderar buenas causas como los auténticos emprendedores desacomplejados que siempre fuimos, aventureros y descubridores de nuevos mundos y ricas culturas.
Se reoccidentaliza Cuba, pero ¿quién reorienta a España?

Damián Macías
Politólogo


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